En las entrañas de un trasplante

Cinco horas y media para completar con éxito la extracción de un riñón a una mujer viva e implantárselo a su hijo

mediante un robot en el Hospital Clínic de Barcelona

 

 Jessica Mouzo Quintáns

5 FEB 2019 - 09:47 CET

Un pitido intermitente marca el tempo en el quirófano. No hay música ni charla. Solo un agudo pip rompe el silencio. Como un metrónomo, el monitor de constantes vitales mantiene el orden: si el pitido no cambia, todo va bien. Son las 9.30. En la camilla, una mujer sometida ya al letargo de la anestesia. A su alrededor, una decena de sanitarios se mueven en un caos ordenado, cada uno a lo suyo. La operación ya ha comenzado. En el argot médico se llama nefrectomía. En la calle, extirpar un riñón. Ella es la donante. Su hijo, el receptor.

“No tengo duda de que saldrá bien. Somos así de pedantes”, bromea Antonio Alcaraz (Granada, 1960), jefe de Urología del hospital Clínic de Barcelona y cirujano al mando de la operación. Pero no es engreimiento. Es experiencia. El Clínic es líder en España en trasplantes renales de donante vivo (en 2018, hizo 40 de los 293 totales) y Alcaraz es el cirujano con más intervenciones: 1.400 como primer cirujano y otras 400 en el equipo quirúrgico.

En el quirófano, el doctor Lluís Peri avanza. A la paciente, tumbada de lado, le ha hecho tres incisiones mínimas en el costado para introducir los brazos de la laparoscopia que, dirigidos desde fuera, trabajan en el interior como las manos del cirujano. Desde 2002, el hospital hace la extracción con esta técnica menos invasiva para reducir riesgos de infección. “A los cirujanos no nos gusta la sangre”, ríe Alcaraz. Con una tijera eléctrica, que corta y cauteriza a la vez, Peri se abre camino hasta el riñón.

El quirófano de Alcaraz no es como el de las películas. No hay música ni disputas personales. Tampoco riñas profesionales. “El quirófano no es una democracia. Se hace lo que dice el cirujano al mando”, zanja. Con todo, también ahí hay lugar para la distensión y la charla: “Viva España”, vacila Alcaraz. “Visca Catalunya”, responde Peri con sorna. En situaciones complejas, no obstante, el ambiente se torna rígido, el equipo guarda silencio y contiene el aliento. “El cirujano tiene que tener el corazón de un león, los ojos de un águila y las manos de una mujer. Has de tener fuerza mental, ser hábil y que tu cerebro sepa controlar los nervios”, explica el jefe.

De talante tranquilo, Alcaraz traslada esa calma al quirófano. Toma los joysticks laparoscópicos (dos brazos son las pinzas y las tijeras y un tercero, una cámara que reproduce la imagen en tres dimensiones en los monitores), se pone las gafas 3D y, empieza a moverse por la cavidad: “Mira la aorta”. Un grueso tubo de aspecto gelatinoso aparece en la pantalla. El médico separa los vasos renales y el uréter para ganar visibilidad. “Esto ya se parece más a lo que veis en los libros”, bromea.

Toca contener el aliento: hay que cortar los vasos que unen el riñón al torrente sanguíneo. Alcaraz corta la vena y la arteria renales y activa el contador. El tiempo desde que el riñón pierde el riego hasta que se pone en hielo con líquido de preservación debe ser mínimo. Peri hace una incisión a la altura del ombligo y Alcaraz introduce su mano para sacarlo. En la pantalla, un guante blanco agarra con cuidado el escurridizo órgano. Lo extrae hasta una bandeja de hielo y consulta: “¿Tiempo?”. “2,57”, responde alguien. “Hemos tardado tres minutos. Antes era más rosado y ahora está grisáceo”.

Mientras Peri cierra y cose, Alcaraz retira la grasa del riñón, sella capilares y pule la entrada de la arteria y la vena. Y lo guarda en una camisa de hielo con una gasa llena de granizo.

El anestesista despierta a la donante y la traslada a Reanimación. De camino, aún adormecida, se cruza con su hijo, que espera en una sala anexa.

A mediodía, la segunda vuelta. El paciente ya está dormido. Sobre la camilla, el robot Da Vinci con sus cuatro brazos como patas de araña alza la voz: “Da Vinci está listo”. “Los demás también”, ríe una enfermera. El trasplante robótico se hace en el Clínic desde 2015. Es una técnica más precisa y limpia: solo incisiones para introducir los brazos, también en el costado, y un pequeño corte para meter el órgano.

El riñón, con su camisa de hielo puesta, se introduce en el vientre. Alcaraz controla los mandos del robot a varios metros del paciente, ante una consola. Aísla la vena ilíaca de la circulación y hace un minúsculo corte en el vaso para coserlo a la vena renal. Un chorro de heparina en el agujero para evitar coágulos y empieza a tejer. El urólogo danza con la aguja, puntada a puntada, hasta unir las venas. Lo mismo con la arteria ilíaca y la renal. Retira las mallas que las aislaban de la circulación y la sangre vuelve a correr. Rompe la camisa de hielo y el quirófano calla. “Buena perfusión”, valora sonriente. El uréter, aún suelto, empieza a orinar. Buena señal. El riñón está funcionando. Son casi las 3. Alcaraz se quita los guantes y sale.